Por Jennifer Portelles Toledo
Allí, donde se vestía de canas y pocos jóvenes, el conocimiento de amar a los ancianos solo habitaba en sus hijos maduros, pero trabajadores.
Los más jóvenes ni idea tenían de lo que era el tiempo o la edad. Los adultos habían caminado muchos kilómetros en sus vidas, casi dándole la vuelta al mundo y ahora, preocupados por la crianza de sus hijos, atendían el trabajo y el pago a otros trabajadores que cuidarían de sus padres.
El tiempo valía mucho para hacerse de todos los seguros de vida para las generaciones que estaban por llegar. La agilidad de la vida de los adultos era precisamente para hacerle una vida a los que venían. Pero los que ya estaban, que hacía ya tiempo que estaban, poseían entre todos el poder del pasado, la experiencia más próxima a la sabiduría de vivir. Pero sí, ellos no parecían vivos, sino olvidados.
Aquella tarde Juan se dio cuenta que con cada persona que entraba a la casa sus padres señalaban al sillón y decían, tiene 99 años y las personas brillaban de entusiasmo por el orgullo que esto parecía. Ese día su vida cambió por completo.
Juan se comenzó a preguntar: ¿qué es la edad, que significan los años, que es ser joven o viejo?
Reducían en un número la dignidad de su abuelo, escondiendo toda una vida llena de acontecimientos donde podrían contarse 99 historias por cada 99 minutos. Miraba a su alrededor y veía a números caminando, besándose, algunos 20 con 30, otros 10 con 12 y a veces unos 20 con 40, algunos contentos de su apariencia, otros no tanto. Algunos honorables doctores, aceptados en empleos de categoría por la cantidad de publicaciones realizadas durante su vida, otras, amas de casa felices por lo poco que quedó por limpiar y hasta los animales por la cantidad de veces al día que comían.
Ellos, los ancianos, solo tenían la atención de las remesas que recibían mensuales para pagar a sus cuidadores, de los culeros diarios, de los alimentos preparados, de los chequeos mensuales y de las rampas disponibles en las calles de la ciudad para transitar con menos dificultad.
Allí, donde los números del reloj marcaban la vida, se paralizó la vida de Juan cuando murió su idea de la vida. Sus aspiraciones, sus momentos estruendosos con sus amigos o la felicidad de poseer artículos de primera tecnología se vaciaron cuando miró su vida en un futuro. En su sueño despierto comenzó a conversar, a reconocer su doble progenitor y a escuchar.
Él raramente hablaba, dormido en su sillón, con su mano inquieta en su apoyo, cabalgaba silenciosamente historias que lo hacían feliz o de personas que una vez vio y ordinariamente formaban parte de él.
Dormía para olvidarse que todos se habían ido, incluyendo los vivos mientras que Juan, despertó. Comenzaba a disfrutar cada instante, a tener dudas aunque no existieran, a señalar objetos, imágenes, para recibir aunque sea un comentario que luego terminaría en una larga conversación.
El tiempo se convertiría en el mejor aliado de Juan para recuperar a su abuelo. Su mamá, la hija del abuelo, aún seguía pensando en una tarea o una responsabilidad. Llevada desde su nacimiento al cuidado de sus padres como deber, agotada por los años de vejez, por la partida de su madre, ya no tenía fuerzas ni para atender a su padre. Llevada por la carga de las despedidas, ella decidió partir.
Y allí, en aquella decisión, con el búcaro de un siglo de la abuela rompiendo el piso, el abuelo y Juan caminarían como espejo y reflejo. Se fue y con ella la carga de la atención, o bueno, del olvido de quien sentado esperaba. En aquel mundo de planes y olvido, una persona nacía: Juan. Su abuelo Juan partía orgulloso de los últimos días de su vida, pudiendo contar las mejores anécdotas, las peores tristezas y los sueños que quizás no pudo realizar.
Juan nació con la sabiduría del amor, allí donde es muy difícil reconocerlo. Juan nunca dijo cómo ni por qué se llegaba a tanto, solo dijo ante la pregunta de Juan: ¿Pensaste vivir tanto? No, solo hice lo que tenía que hacer (...)
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