Por: Jorge Gómez de Mello
En esos días alquilé una de las pequeñas cabañas de la piscina del Hotel Riviera para invitar a mi amor nuevo. El sábado llegamos muy temprano al hotel, nos pusimos los trajes de baño, escogimos unas tumbonas y nos echamos a dorarnos al sol mientras tomábamos unos cócteles que nos sirvió un camarero del bar cercano.
No sé si el alcohol me hizo daño a esa hora de la mañana o si fue solo un impulso producido por las hormonas de machito joven, pero pasado un rato, no puedo explicar porqué lo hice, me subí al nivel superior del trampolín, que en el Riviera era bastante alto, y sin pensarlo mucho me lancé de cabeza al agua. La operación de clavado fue casi perfecta a pesar de mi total inexperiencia como nadador, orgulloso saqué la cabeza del agua buscando la aprobación de mi novia, pero noté que ella, y muchas otras personas que estaban en ese momento en la piscina, me miraban riéndose a carcajadas.
Resultó que la fuerza desplazada por el impacto violento al entrar en el agua, me arrancó el short que se quedó flotando lejos de donde yo permanecía totalmente desnudo pidiéndole al universo que el hotel se desplomara sobre la piscina y me sepultara de una vez.
Con toda la vergüenza que pueda sentir un joven que en ese momento era bastante tímido, no me quedó más remedio que atravesar a nado la piscina con el culo al descubierto para volver a ponerme el short delante de un montón de desconocidos, y sobre todo, frente a la novia que me miraba por encima de sus gafas de sol sin dejar de reir.
Visité esa piscina otras veces y de mas está decir que nunca volvi a lanzarme desde el trampolín, pues lo odié siempre por ser causante de una de las experiencias mas ridículas de mi juventud. A pesar de eso, lamento mucho que el trampolín de mi vergüenza juvenil haya colapsado de manera tan estrepitosa, porque es otro elemento que se suma, aunque sea simbólicamente, a la destrucción cada vez más extensa de mi ciudad.
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