Por Ingrid Arenas González
Llevo años, muchos años cuidando a Tita. Antes me escapaba a menudo, y desconectaba de la responsabilidad y el trabajo que lleva ocuparse de una anciana que depende absolutamente de otra persona. Hoy los niños están más grandes, por lo cual necesitan más atención y ni Rosy ni yo podemos solas con todo lo que hay en nuestra casa. Hay días que para que Tita se tome seis onzas de yogurt tengo que estar 15 minutos repitiendo “abre la boca, ciérrala, traga”, y voy en una montaña rusa de la desesperación a la compasión, de la rabia al amor, del llanto al canto. Despierto muchas veces en la noche, ante cualquier lamento, reviso que no esté mojada, que no tenga un brazo en mala posición, le doy agua por si lo que tiene es sed, y regreso a intentar dormir, porque no está en nuestras manos la solución.
Hago catarsis escribiendo, y pido que quien no haya pasado por estas situaciones, no critique a quien ponga a sus familiares queridos en un hogar de ancianos. Yo no lo haré, me dedicaré a Tita hasta el último aliento de ella, pero justifico totalmente a quien no lo haga.
La vida es bella.
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