Por: Gleyvis Coro Montanet
Poesía que brindaste
tu abrigo de terciopelo
a eruditos de la talla
de William Shakespeare y Homero:
alquílame tus metáforas
y el enjambre de tus versos
para contar la tragedia
del guajiro Rigoberto,
cubano septuagenario
y perpetuo prisionero
de una dolencia incurable
y atroz: el estreñimiento.
Aunque suene tendencioso
debo comenzar diciendo
que en la casa de los Silva,
en anteriores gobiernos,
nunca faltó la comida.
Abundaba el alimento
variado, la proteína,
la fibra. Y, en paralelo,
la letrina se atascaba
con los truños gigantescos
que aportaba la familia
y, en especial, Rigoberto.
Pero un gobierno de pillos
enflaqueció a todo un pueblo
imponiendo su cartilla
feroz de racionamiento.
El condumio se contrajo,
el hambre plantó su reino.
Comer se volvió un milagro,
defecar un privilegio.
El astringente arroz blanco,
promotor del bolo seco
y del paso intestinal
extremadamente lento
sin ninguna competencia,
se convirtió en el sustento
exclusivo del cubano
y acrecentó su tormento.
Tanta comida bazofia,
por una razón de peso,
y de lógica evidente
produce empaquetamiento
y daño e inflamación
en el intestino grueso;
genera heces petrosas
y se dispara con esto:
no hay aceites ni laxantes
ni enemas ni tratamientos.
Por eso la escena íntima
y lógica de dar del cuerpo
es un trance, una catástrofe,
un parto, un desgarramiento.
De comer mal y hacer fuerza
para cagar Rigoberto
sufrió un ICTUS hemorrágico
-le dio un yuyu en el cerebro-.
Y ya perdida la mente,
un hombre que fue un modelo
de discreción y mesura
no se aferra a otro consuelo
que conjugar en presente
del castellano moderno
los insultos más hirientes,
los sintagmas más obscenos
cuando su hijo Yerandy
procede a meterle el dedo
para que el ano dilate
y sacar el excremento.
Su mente no reconoce
al hijo desde hace tiempo.
Y hay que entender el impacto
y contemplar lo complejo
de someter a un guajiro
al tenebroso proceso
de agresivas y periódicas
incursiones en su recto.
A la par, debo decirles
que, sinceramente, creo
que si hacen una encuesta,
de pronto, descubriremos
que a muchos nos da más pena
Yerandy que Rigoberto.
A pesar de lo vulgar,
lo escatológico y feo
con el mismo material
que William Shakespeare y Homero
hay que contar la belleza
tremenda de ese momento
cuando Yerandy termina,
lleno de remordimientos,
y coge el pañal de mierda
que hiede a 200 metros
y se va a lavarlo al monte,
y a gritar pingas bien lejos.
Y pasa así un cuarto de hora,
blasfemando, maldiciendo
hasta que se desahoga
y hecho un mar de sentimientos
vuelve a casa de los Silva,
se acerca a su padre enfermo
y Rigoberto lo mira,
y aún sin reconocerlo
algo suyo se estremece,
-se estremece hasta los huesos-,
cuando ese joven extraño
lo acaricia y le da un beso.
©GCM [9/11/2023]
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